Sudán del Sur es un país rico que se muere de hambre. Su riqueza es invisible, está en el subsuelo donde hay grandes yacimientos de petróleo y minerales que no les sirven de nada porque ellos no los pueden explotar. El Nilo, el gran río de África, lo atraviesa de sur a norte, pero las aguas pasan de largo sin que nadie las aproveche para la agricultura.
La pobreza del país más joven del mundo se percibe nada más poner el pie en Juba, la capital. Casi el 90% de los sursudaneses vive de la ayuda internacional. Comen gracias a que las ONG’s y los organismos internacionales les facilitan comida. En un país de casi nueve millones de habitantes, el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas (PMA) calcula que 4,7 millones de personas pasan hambre.
En Sudán del Sur el problema no es la sequía, es uno de los países más lluviosos del África subsahariana, la falta de alimentos lo provoca el interminable conflicto, a pesar de cumplir 5 años desde la independencia, eso comporta el abandono de tierras, unas estructuras agrarias tradicionales y poco productivas y el elevado coste del transporte de los productos básicos.
En febrero de 2011 encontré en Juba a Regina. Esperaba desde hacía días un autobús que la trasladara hasta Tori, el pueblo del que se marchó hace más de 20 años huyendo de una de esas guerras que desangran al continente africano. Se fue a Jartum, la capital de Sudán del Norte, y de allí vuelve con la esperanza de reencontrarse con su familia y sus recuerdos. Nos explicaba que estaba contenta de que por fin la guerra entre los dos países hubiera terminado. Salió siendo niña pero a su vuelta no estaba sola, viajaba con sus hijos para que conocieran a sus abuelos.
Como ella más de 200.000 personas regresaron a su país provocando uno de los movimientos migratorios más importantes de los últimos años en África. Como todos los retornos de desplazados ese tampoco es fácil. Muchos habían vivido durante largos años en la ciudad de Jartum y todos sabían que iba a ser muy complicado que se reintegraran en una aldea que no tenía ningún tipo de servicios básicos.
El 7 de julio de 2011 Sudán del Sur, nacía como nuevo país. La plaza John Garang, una gran explanada en honor al padre de la independencia, estaba repleta de gente. Los equipos internacionales de desminado la habían limpiado pocos días antes.
El último país en ingresar en la comunidad internacional ocupa una extensión comparable a la península Ibérica. Tiene grandes zonas de tierra cultivable, muchas de ellas cerca del Nilo Blanco, abandonadas porque están plagadas de minas, y es imposible plantar en ellas, o porque los agricultores tuvieron que huir a lugares más seguros. Los jóvenes que regresaron habían perdido la relación directa con el campo y no sabían cultivar.
El gobierno de Sudán del Sur tendría que repartir tierras, ofrecer alternativas laborales a los jóvenes y facilitar aperos de labranza a los recién llegados. «La agricultura necesita paz», nos decía un responsable de la Agencia de la ONU para la Alimentación (FAO), «porque las secuelas de la guerra siguen a pesar de los armisticios y los acuerdos internacionales».
No es una tarea fácil, a pesar de los acuerdos de paz, la guerra con el norte se ha intensificado desde que comenzó el año. Jartum utiliza el hambre del sur para mantener su poder sobre Juba dificultando la llegada de ayuda humanitaria a la zona fronteriza, la más necesitada, con la excusa de que los únicos que la reciben son los rebeldes. A principios de 2013 la guerra por el poder entre los miembros del nuevo gobierno, acabó con las pocas esperanzas de que no acabara siendo un país fallido, como otros tantos en África.
Sudán del Sur es el paradigma de las contradicciones de la sociedad actual. Un país rico con un subsuelo en el que están los minerales más codiciados por la industria moderna, las tierras raras, fundamentales para construir teléfonos móviles, ordenadores o pantallas de televisores y unos ciudadanos que no saben ni pueden aprovechar esa riqueza codiciada por todos.