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Braganza, una ciudad amable

Foto OpenComunicación

La proximidad de Braganza a la frontera española ha marcado buena parte de su rica historia. Situada allá donde se unen el Tras os Montes portugués con la española Zamora, Braganza –Bragança en la lengua de Camôes– ha sido testigo de interminables luchas entre los dos pueblos vecinos, ha pertenecido durante 60 al reino de España, desde Felipe II hasta Juan II de Bragança, y ha dado nombre a una de las familias con más linaje de Portugal, cuyos condes actuales son los aspirantes al trono de Portugal. Una de sus ilustres ciudadanas, Bárbara de Braganza, fue reina de España al casarse con Fernando VI, fundó el convento de las Salesas en Madrid, donde reposan sus restos, junto a los del rey. Bargança es Portugal, claro, pero la cordialidad de sus gentes, la calurosa acogida al forastero hacen que uno se encuentre como en casa.

Recuerdo de aquellos turbulentos tiempos es su espectacular y bien conservado castillo, que preside la ciudad y el núcleo urbano medieval dentro de sus murallas. En ellas se intercalan quince torres y tres puertas, en las que se destaca la Torre da Princesa, antigua dependencia de la Casa dos Alcaides, que esconde la leyenda de una princesa hecha prisionera, y la puerta de la Vila que acoge a quienes visitan el castillo. Lo mandó construir en 1409 D. João I, sobre los cimientos del anterior, edificado por el primer rey de Portugal, Alfonso Henríquez.

No es mal lugar para comenzar el recorrido por esta villa que guarda muchas sorpresas. Nada más entrar en la ciudadela o plaza de armas por la Puerta de la Vila, se descubre la primera de ellas en la picota, que tiene como base un verraco lusitano que recuerda los orígenes celtas de la región y también a esculturas parecidas que aparecen en muchos lugares de España, con los Toros de Guisando como mejor símbolo.

La ciudad a los pies

En la gigantesca Torre del Homenaje, que en la Edad Media vigilaba las fronteras, se obtiene hoy una vista preciosa de la ciudad y del amplio horizonte de montañas que la rodean. En su interior, el Museo Militar cuenta la historia del castillo y buena parte de la de Portugal. Entre dagas, espadas, rifles y pistolas desde el siglo XIII hasta la Primera Guerra Mundial y piezas de las campañas africanas de Portugal a fines del siglo XIX, destacan los artículos personales de Gungunhana, un rey tribal que se rebeló contra el imperio portugués y vivió sus días en el exilio en las Azores.

En la ciudadela también se encuentra la Iglesia de Santa María, en la que destaca el techo de bóveda de cañón de madera pintada que representa la Asunción de María y el espléndido altar barroco en la capilla principal. Al lado está la Domus Municipalis, ejemplar de arquitectura civil románica único en Portugal. Con la forma de un pentágono irregular, está compuesta por una cisterna abovedada sobrepuesta por una galería amplia con ventanas alrededor, que se ha identificado como el lugar de reunión de los «hombres buenos» del consejo. También se conserva un antiguo conjunto de casas medievales de calles estrechas y pequeñas viviendas encaladas de blanco.

En una de esta casas se encuentra el original y un poco abigarrado Museo Ibérico de Máscara e Do Traje, que alberga una fascinante y colorida colección de máscaras y atuendos que se utilizaban para celebrar los antiguos festejos de origen pagano del solsticio y el Carnaval y otros festivales de la región, que incluye también a localidades zamoranas.

La zona nueva

Fuera de las murallas, la ciudad creció hacia el oeste, conservando casas nobles y monumentos religiosos como la Catedral, la Iglesia de San Vicente, la Capilla de la Misericordia o la Iglesia de Santa Clara, entre otros muchos conventos e iglesias. Se conoce como la ciudad nueva, aunque no lo sea tanto, su catedral, la Igreja da Sé, fue construida durante el siglo XVI por iniciativa del Ayuntamiento y con el apoyo del duque D. Teodósio. Destaca su pórtico renacentista que incorpora algunos elementos barrocos en la fachada lateral norte. El interior está bastante decorado, destacando el arco triunfal con las armas de la ciudad, el altar mayor de talla dorada del s. XVIII y los retablos laterales, de la misma época.

Recorriendo sus tranquilas calles salen al paso bellas casas solariegas, palacetes, blasones que adornan regias fachadas, paneles de azulejos, fuentes, casas en arco, cruceros y, una vez más, pequeñas y grandes iglesias y conventos.

Pero lo que más sorprende en esta relativamente pequeña ciudad es la cantidad y calidad de sus museos. Entre ellos, además del mencionado Museo Militar y el de Máscaras en el castillo, destaca el Museo Abade de Baçal, magníficamente instalado en el antiguo palacio episcopal, que cuenta con una valiosa colección que da a conocer la historia religiosa, social, política, económica y artística del Nordeste Transmontano y la memoria del antiguo Palacio Episcopal. Recibe este nombre en homenaje al sacerdote Francisco Manuel Alves (1865-1948), Abad de Baçal, hombre erudito, interesado en la investigación histórica y artística de la región, que contribuyó enormemente a la concepción y construcción de este museo.

Casi al lado está el Centro de Arte Contemporáneo Graça Morais, un proyecto arquitectónico diseñado por el arquitecto Souto Moura, galardonado con el prestigioso premio Pritzker 2011. Presenta obras de esta famosa pintora contemporánea y otras colecciones de artes plásticas, en un programa expositivo frecuentemente renovado y reforzado por otras iniciativas pluridisciplinares como programas educativos, talleres de práctica artística, espectáculos, actuaciones y actividad editorial.

También muy próximo se encuentra el Centro de Interpretación de la Cultura Sefardita, justo enfrente de una antigua sinagoga, recuerdo ambos de la importante presencia judía en la ciudad. En las afueras, el Centro Ciência Viva de Bragança está instalado en un histórico molino de agua y junto a su vecina planta hidroeléctrica en el río Fervença se han convertido en un centro interactivo de ciencias y un museo para niños.

Y si tanta visita provoca el apetito, no hay que preocuparse, se está en el lugar ideal. La gastronomía de Braganza destaca por la calidad de sus productos, con sabores y aromas que parecen exhalar de los paisajes de donde provienen. Además de miel, setas y castañas, que son sus productos más apreciados, la suculenta ternera mirandesa –ganado que pasta en las verdes praderas– no necesita más que una pizca de sal y brasas en el punto correcto para ser servida. Como las chuletas de cordero y el cabrito de Montesinho, de rebaños alimentados con hierbas de los montes. Los platos de caza se confeccionan en los tradicionales potes, calentados en fuego siempre encendido, de donde salen aromáticos estriados y opulentos arroces que traen a la memoria antiguos paladares. Sin olvidares de la popular Feijoada à transmontana con numerosos ingredientes. En la mesa transmontana nunca faltan los embutidos, elaborados con conocimientos ancetrales. A la chimenea se curan añoradas, chorizas, salpicones, jamones, chorizos de miel, y también el típico butelo (que recuerda el botillo leonés) que, acompañado por las casulas (cáscaras de frijol secas), es protagonista del festival gastronómico realizado en la ciudad a mediados de febrero.

Un entorno privilegiado

Antes de abandonar, para luego volver, la ciudad de Bragança, hay que transitar tranquilamente por el paseo pedestre, recientemente beneficiado del Programa Polis, que une las faldas del castillo con la zona antigua, bordeando en buena parte el río Fervença. Un delicioso recorrido al que solo le falta renovar el pasamanos de madera, podrido por la humedad, una de las prioridades del activo y simpático alcalde de la villa, Hernani Dias, en los próximos meses.

Para disfrutar el entorno en que se encuentra Bragança, hay que acercarse al Parque Natural de Montesinho, donde se respira un aroma rural por todas partes. Son unas 74.000 hectáreas de picos de granito, verdes prados, páramos y bosques. Suaves colinas, surcadas por valles donde corren los ríos entre chopos, alisos, sauces, bosques inmensos de roble negral, castaños y encinas, caracterizan el paisaje de este Parque en el que se encuentran aldeas de casas tradicionales con paredes de pizarra o de granito que se funden con el paisaje. A veces, su presencia prácticamente no se intuye, en una sintonía casi perfecta entre el hombre y la naturaleza.

El predominio de pizarras y calcáreo en las mesetas y granito en lo alto de la sierra de Montesinho constituye la diversidad geológica de este espacio que, junto con sus variantes climáticas, origina una flora muy variada, hábitat ideal para animales como el lobo, el jabalí, el corzo, el venado y cerca de 240 especies de fauna que se sienten en seguridad en el parque.

En el parque natural, justo en la frontera con España, está Rio de Onor, pueblo fronterizo pastoral, mitad español, mitad portugués, que parece podría ser un museo al aire libre. La configuración remota y la dureza del entorno local ayudaron a dar lugar a una forma distintiva de hacer las cosas, descrita como una «aldeia comunitária». Conserva en funcionamiento los más variados equipamientos utilizados en común por toda la población desde el horno del pan, la fragua, dos molinos de agua, el lavadero, los pastos e, incluso, el toro de la aldea que cubre a todas las vacas. Casi todo lo que se necesita para sobrevivir, incluido el ganado, las tierras de cultivo, las herramientas y los hornos de pan, es compartido por los aldeanos, y se espera que todos contribuyan. Además de un sistema de autogobierno, Rio de Onor incluso desarrolló su propio dialecto, ya desapareciendo.

 

*Con la colaboración de Enrique Sancho (OpenComunicación)

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This entry was posted on 13 junio, 2018 by in Turismo and tagged , , , .

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