El 9 de agosto de 1945 Nagasaki quedaba arrasada por la segunda bomba atómica lanzada contra una zona habitada. Tres días antes había sucedido lo mismo con Hiroshima. Fueron las dos últimas grandes poblaciones destruidas antes del final de la Segunda Guerra Mundial. Miles de ciudades en Asia y Europa habían perdido no solo una parte importante de su población, sino también su pasado cultural. Acabada la guerra, empezaba la difícil y compleja reconstrucción.
Hiroshima y Nagasaki en Asia, Stalingrado, Dresde y Varsovia en Europa, se convirtieron en símbolos de destrucción. Cada una de ellas se enfrentó al futuro de una manera muy diferente.
En 1922, en la Conferencia de Washington, se prohibieron los ataques aéreos a objetivos no militares, un acuerdo que no fue respetado por ningún conflicto en Europa durante el siglo XX. Durante los cinco años que duró el conflicto, viviendas, hospitales, centros históricos, fábricas, catedrales, museos, líneas ferroviarias se fueron objetivos militares. A eso hay que añadir incalculables pérdidas del patrimonio histórico y artístico del continente. En 1945, más del 80% de Varsovia eran escombros y el 43% de los monumentos de Polonia quedaron destrozados. Berlín fue bombardeada en más de 200 ocasiones, también Londres, París y otras ciudades sufrieron los ataques de la aviación y de los carros de combate.
La reconstrucción fue diferente si se trataba de Alemania y Japón, los dos perdedores de la guerra, porque los países quedaron bajo la jurisdicción estadounidense o en el caso de Alemania del Este, bajo la órbita soviética. Vicente Sánchez-Biosca, Catedrático de comunicación audiovisual de la Universidad de Valencia especifica que «en Alemania se vivió bajo una ocupación múltiple, que dependía de zonas, y esas zonas eran gestionadas de manera diferente. No se vivía igual bajo el yugo soviético, que bajo el protectorado occidental. Rehacer la ciudad, es rehacerla conforme a los valores que no son los propios, los decididos, sino que son impuestos y en el mejor de los casos tras una negociación con los vencedores».
«Para levantar las ciudades había que acudir a la financiación, a los materiales y las posibilidades que se tenían. Siempre habia la posibilidad de resimbolizar la ciudad con nuevos edificios», señala Carolina Rodríguez, profesora del Departamento de Historia Contemporánea de la UCM.
El plan Marshall en Europa, que supuso una inversión de unos 13.000 millones de dólares de la época, funcionó para dar ayuda a la reconstrucción de los países «siempre y cuando estos asumieran las condiciones que imponía el ocupante». Para algunos, especialmente Alemania, era una nueva humillación.
Rodríguez destaca que «las ciudades no estaban concebidas para albergar una guerra, formaban parte del desarrollo de la vida cotidiana de los ciudadanos, y cuando acaba el conflicto vemos como les impacta la guerra y como transforma su cotidianidad, la forma que los ciudadanos tienen de vivir la propia ciudad». Ante esta situación los nuevos gestores y políticos locales tienen varias posibilidades, dejar las cosas como estaban, para que no se olvide el dolor, es lo que hacen con la catedral de Coventry; recoger los restos en un museo para recordarlo y permitir a las generaciones futuras mantener la experiencia; o comenzar de cero. La mayoría
decide esto último.
Dresde, considerada «La florencia del Barroco», perdió casi todos sus monumentos y hubo más de 500 edificios históricos dañados en Francia. En la reconstrucción de las ciudades participó toda la población. Hombres y mujeres, jovenes y ancianos, se ponen a levantar sus nuevas ciudades. Tampoco es fácil. En primer lugar, porque ha cambiado el escenario en el que vivían, edificios que habían sido referentes históricos se han perdido, lugares de ocio ya no existen. «Pero para la población significa también ver como se construyen nuevos espacios y empieza una nueva socialización, se hace otro uso de esos espacios públicos», señala Cristina Rodríguez. Los edificios suelen tener la «impronta» del ganador, o de los nuevos dignatarios, con escudos e inscripciones. En Varsovia, se construyó el imponente edifico que acogía el Palacio de la cultura, que reunía todos los símbolos de los nuevos poderes del estado.
No solo había que reconstruir las ciudades, también cohesionar a la población. Durante la contienda, la población civil fue considerada objetivo militar, por eso el final se vivió como un momento de júbilo. Las calles de Francia, Italia, Países Bajos, los países que fueron ocupados, lo vivieron de una manera muy especial. Hubo desfiles militares, una parte jubilosa, había acabado la guerra y no habría más muertos, y los discursos políticos que se realizan después de la guerra son en general gloriosos y heróicos.
«Pero a las celebraciones victoriosas les sigue un sentimiento de desolación», explica Sánchez-Biosca. «Hay un momento doloroso, no solo porque había que levantar un país, sino también porque se descubren los campos de concentración y de exterminio, y que hubo ciudadanos que habían colaborado con el enemigo». «Francia, Italia, o Países Bajos se enfrentan a otro problema, el de la estigmatización de una parte de la población, que apoyado al dictador, que ha participado y ha sido cómplice de los crímenes, pero que a su vez también son víctimas. ¿Cómo reconstruir para ellos esa ciudad y cómo reconstruirla al mismo tiempo que se les acusa?».
Si la reconstrucción duró décadas, se necesitaron muchos más años para superar el estigma político.