Para los expertos en terrorismo, Bélgica ha pasado de ser una «sede logística» de los yihadista del Daesh, a convertirse en objetivo de sus ataques. El primer ministro belga lo reconocía en su primera comparecencia ante los medios de comunicación «lo que temíamos que pasara ha pasado», dijo Charles Michel, en la rueda informativa.
No era lo único que se temía que pasara. Se ha comprobado que los yihadistas buscan «objetivos blandos», utilizan las «acciones suicidas», -lo que dificulta encontrar vínculos con otros terroristas- e intentan convertir su terror en una guerra de religiones, provocando un amento de la polarización política en Europa, aumentando la xenofobia, el racismo y especialmente la islamofobia. Eso en un momento complicado ante la presencia de centenares de miles de refugiados sirios, en su mayoría musulmanes. La mala gestión política de este drama humano ya ha supuesto el auge de la extrema derecha en Alemania, en las últimas elecciones regionales, como ya ocurrió también en las elecciones locales francesas.
El comisario de interior, Dimitris Avramopoulos, ha recordado que “las personas que llegan a Europa huyen del mismo terror que nos ha golpeado en Bruselas. Estamos ante un desafío y nuestra reacción no puede ser el pánico”, mientras que la vicepresidenta Kristalina Georgieva ha insistido en que “los extremistas religiosos no hablan por una religión entera”.
Los responsables de la inteligencia europea alertan de que surgirán otros yihadistas imitadores, que piensen que es fácil atentar y aterrorizar a Europa, lo que amplía los escenarios considerados «objetivos blandos», es decir lugares donde las víctimas, serían mayoritariamente civiles, y donde es muy difícil aumentar la seguridad sin entorpecer el desarrollo de actividades cotidianas. Los últimos ataques han sido contra redes de transporte, salas de conciertos y cafeterías.
Ya lo habíamos visto en noviembre en París, con el intento de ataque a un estadio de fútbol, de donde escapó Salah Abdeslam, uno de los organizadores de los atentados de la capital francesa, detenido el viernes a pocos metros de su domicilio habitual, en el barrio bruselense de Molenbeek. Su detención pudo precipitar, que no impulsar, los ataques del martes en el aeropuerto internacional y en una estación de metro situada cerca de las instituciones europeas. Si Abdeslam pudo vivir tranquilamente cuatro meses en la capital belga, demostraría que cuenta con una amplia red de simpatizantes que le han dado refugio.
Otras conclusiones que se pueden extraer de estos atentados es que hay pocos lobos solitarios y se confirma la existencia de «células» yihadistas preparadas para lanzar ataques «coordinados» en un espacio de tiempo muy pequeño. Los terroristas esperan una respuesta de «guerra» por parte de la Unión Europea, para conseguir una entidad política a estas organizaciones. Son muchos los analistas que critican la política francesa de mantener permanentemente el estado de urgencia, porque eso supone -dicen- una victoria para los yihadistas. Además se comprueba la poca eficacia que supuso el blindaje de Bruselas, con el ejército desplegado por la ciudad durante varios días a principios de diciembre. Esta semana Manuel Valls ha vuelto a repetir que «estamos en guerra y tenemos que invertir masivamente en sistemas de seguridad adecuados ante la amenaza a la que nos enfrentamos».
Los dos atentados simultáneos han conseguido uno de los objetivos: paralizar la vida de la capital belga y la actividad de las instituciones europeas, dado que muchos funcionarios y políticos iban a utilizar el aeropuerto Bruselas-Zaventem para iniciar los días festivos de Semana Santa, además de provocar interrupciones en el espacio aéreo continental en una de las fechas del año con más vuelos concentrados.
Bélgica ha demostrado ser un eslabón débil, y las autoridades europeas, han evidenciado lo poco que se ha hecho en la cooperación policial y de inteligencia entre los países comunitarios. Porque las relaciones de los terroristas con los atentados de Madrid, París y Bruselas, pasan por Molenbeek. Allí vivían el asesino del líder opositor talibán Ahmed Massoud, asesinado en Afganistán dos días antes de los atentados del 11-S; uno de los condenados por el 11-M y el autor del ataque al museo judío de Bruselas, en mayo de 2014. Allí se compraron armas con las que en enero los hermanos Kouachi atacaron la redacción de Charlie Hebdo mientras Amedy Coulibaly atacaba el supermercado judío, y de la capital europea salieron los atacantes de noviembre en París.
Como ha quedado demostrado en Francia, y ahora en Bélgica, un país sólo no puede hacer frente a este problema. El propio Abdeslam estuvo paseándose por varios países comunitarios sin que ningún cuerpo policial le detuviera o ni tan solo intuyera que estaba en su territorio. Y eso que era el terrorista más buscado. Ahora comienzan de nuevo los reproches, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ha acusado de pasividad a los presidentes y jefes de estado de los veintiocho. “El problema está ahí desde hace años. Si los Estados miembros hubieran aplicado los planes que aprobamos -tras el atentado de París, en noviembre- no estaríamos como estamos a día de hoy”, y quizá “no estaríamos ante acontecimientos tan trágicos”, explicaba en un comunicado el político luxemburgués. Juncker, que también ha acusado la lentitud del Parlamento en la aprobación de varias leyes europeas de seguridad ciudadana y a los lobbies, ha pedido que se acelere una «Unión de la seguridad», similar a la Unión Económica y Monetaria».
No sabemos si las lágrimas de la Alta Representante de Asuntos Exteriores de la UE, Federica Mogherini eran solo de pena, dolor y rabia…. o también de impotencia por las dificultades que ponen los estados para realizar una auténtica política de seguridad europea. Los terroristas no avisan ni esperan, atacan.